El intestino es un órgano poroso, con tramos para absorber diferentes tipos de nutrientes. Cada uno de estos tramos tiene poros de la pared intestinal de tamaño distinto. Por ejemplo, cuando comemos carne, tal y como la ingerimos no es apta para nutrirnos, se necesita descomponer pasando primero por las enzimas digestivas de la saliva y el ácido clorhídrico del estómago que la deshace. Posteriormente llega al primer tramo del intestino, el duodeno, y se mezcla con la flora intestinal de éste, las enzimas pancreáticas y las enzimas biliares que la irán descomponiendo y transformándola en moléculas más pequeñas. Es entonces cuando tienen el tamaño perfecto para pasar por el poro que tiene ese mismo tamaño, y cuando es apta para la nutrición, no en otro momento.
Cuando nos falta la flora intestinal, el intestino se irrita, y al irritarse el poro se hace más grande, por lo que alimentos mal digeridos pasan al torrente sanguíneo en forma “tóxica”. Las consecuencias son una serie de síntomas digestivos como gases, hinchazón abdominal, digestiones pesadas, estreñimiento, diarrea, etc…
Hay personas que no tienen estos síntomas y creen que todo lo que comen les sienta bien, pero por ejemplo pueden tener problemas respiratorios como el asma, dermatitis, psoriasis, depresiones, acné, dolores articulares, síndrome de fatiga crónica, cansancio y otras muchas enfermedades mal diagnosticadas. Es posible que la raíz de esos problemas sean las toxinas circulantes en la sangre, que están ahí por la mala digestión y absorción de los alimentos ingeridos.